jueves, 4 de diciembre de 2014

Visitas.

El timbre sonaba a altas horas de la noche.
Inocente e ingenua, salí a ver quién estaba afuera tan tarde.
"No abras", me dije a mí misma, pero desobedecí y abrí la puerta de par en par.
En el pórtico estabas tú, quien sin pensarlo dos veces aprovechó la oportunidad y brincó hacia adentro de la casa.
¿Qué iba a pasar ahora? Por supuesto que yo no lo sabía.
Te quedaste unos días en la casa. Días que se alargaron hasta convertirse en meses.
De repente, completamente de la nada, escuché el portazo y corrí a ver quién había salido tan tarde.
Ya no estabas, pero habías dejado atrás tus cosas.
No todas, pero las que quedaban eran suficientes para que por fin comprendiera.

Que no es suficiente la urgencia de necesitarte, ni desearte, ni llorarte.
Que quién sabe si volverías, porque no basta con quererte, ni con decírtelo, ni con demostrártelo.
Que yo estaba bien antes de tu llegada, y que lo estaría después de tu partida.
Que, efectivamente, del dicho al hecho hay un largo trecho.
Que te ibas a alimentar de mi añoranza a larga distancia.
Que ibas a regar las plantas de mi jardín en secreto y de manera esporádica. 
Para que así, siguieran creciendo pero no me diera cuenta hasta que el proceso llevara ya mucho tiempo y fuera obvio.
Que nunca antes había estado tan feliz.
Que nunca antes me había sentido tan mal. 
Que solo tú podías evocar estos sentimientos.
Que no importaba lo que hiciera y que tuviera la razón, de todas formas actuarías de manera errante porque puedes.
Que todo el tiempo iba a pensar en ti y en lo que estaría pasando si te hubieras quedado.
Que tus relojes corren más lento que los míos.
Que corres más rápido que yo.
Que olvidas mejor que yo.
Que nunca voy a querer igual.

...Y todo por abrirte la pinche puerta.

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