martes, 16 de diciembre de 2014

Las contraseñas.

Cuando yo llegué, tuve que equivocarme 
miles de veces para aprenderme las contraseñas.
Es que quien había estado antes que yo 
se llevó el manual y no lo regresó nunca.
Y ella ya se las sabía de memoria.
Cómo hacerle para abrirle la boca, 
la mente, el corazón, la blusa, las piernas...
Todo eso en el manual, y el manual no estaba.
Y yo intentando, apretando todos los botones a la vez, 
aguzando el oído, atenta para ver si escuchaba algo.
Algo que dijeras tú, o que dijera la cerradura, algo.

Se llevó todos los instructivos y yo aquí, 
tratando de deshacerte cada nudo que te encuentro.
Y fallando en cada intento.
Qué necedad la mía de seguir intentando adivinar 
lo que dicen unos ojos que no miran más.
Qué envidiosa, pensaba. 
A ella no le costó tanto trabajo como a mí, 
y todavía se llevó los instructivos.
Y mientras ella allá, y ella acá, yo estaba 
dándole vueltas a lo que tenía entre manos.
Mi vida, tu vida, tu mentado corazón coraza
el mismo de Benedetti.
¿Cómo te quito todos estos candados?
Habrá que comprarse uno de esos kits 
para abrir cerraduras, quiero pensar.
Nunca he usado uno, pero con práctica, 
tal vez logre dominar el arte.
¿Será un arte?
Seguro por removerte a ti todo esto que te hunde, 
la acción acaba por mancharse pronto 
de un alto grado de dedicación, 
de pensar, de planear.
Esto es arte.
Y no rimaremos con frases trilladas como 
besarte, tocarte, matarte.
Aunque, al final, terminamos por hacer todo eso.
Yo no sabía en qué me estaba metiendo.
Tú tal vez no sabías en qué me estabas metiendo.

¿Qué hacía yo en medio de la espesa niebla? 
¿Por qué estaba tratando de abrir [tus] candados?
La niebla, mi ceguera, la perdición.
Por supuesto que yo no veía más allá 
de lo que tenía en frente.
Y lo que tenía en frente eras tú.
Tú eras mi proyecto, mi trabajo, 
yo necesitaba aprenderme las contraseñas.
Y las contraseñas no estaban.
Y cuando los recursos faltan, 
uno tiene que improvisar.
Así que heme ahí, en la niebla, 
viéndote solo a ti, tratando de abrir tus candados.
¿Me podías ver? 
¿O es que acaso tú sí veías más allá de la niebla?
Uno a uno los candados, uno a uno los nudos.
La falsa sensación de victoria se apoderaba ya de mí, 
cuando por error quité mis manos de tu piel.
Y te vi alejarte, cosa que comprendí 
cuando ya estabas muy lejos como para alcanzarte.
Esto no me lo esperaba, pero te fuiste.
Caminando, lentamente, 
como para alargar la agonía.
Alcanzaba a distinguirte a lo lejos.
Y yo aquí, y tú allá, y yo plantada.
Sin notarlo, todo lo que te quité a ti, estaba ahora en mí.
Cuántos candados, cuántos nudos.
Y yo, sin saber las contraseñas.

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