martes, 30 de diciembre de 2014

"Estás a un día de que te mueras" le dije, usando un tono amenazador, aunque soy cobarde. No me estaba viendo, así que cuando terminé mi frase, volteó y me miró con aire divertido. "Ahí viene", pensé. Ahí viene lo que no quería. "Pendeja, pendeja, ¿para qué chingados la amenacé?". Tomó un sorbo del café negro que aprendió a amar recientemente y me sonrió sin dejar de hacer contacto visual. Pero no era una sonrisa de esas que te llenan de calma, al contrario, esa sonrisa me estaba llenando de dudas. Mis chingaderas, siempre digo que nunca hago cosas de las que me podría arrepentir y me estoy arrepintiendo ya. Mi cabeza giraba, mis ideas estaban hechas un lío, me sentía en la escena de las llaves voladoras de Harry Potter, pero no tenía mi escoba para escapar del desmadre que había armado. YA TERMINA DE TOMARLE A ESE CAFÉ, POR AMOR A DIOS. Yo no sé qué tanto tomó, pero la espera se me hizo eterna y la expectativa crecía cantidades descomunales por segundo. Por fin separó los labios de la taza, cerró los ojos y suspiró. Entonces dejó el brebaje en la mesa de la cocina y caminó hacia donde yo estaba. Ya tenía un chingo de miedo, ya no sabía qué esperar. Sus silencios se volvían violentos, toda la situación se estaba poniendo violenta y no estaba pasando ni un carajo. Pinche paranoia. Para empezar no sé por qué le tenía miedo. "Me lo dices como si no lo supiéramos desde que empezamos con esto", me dijo finalmente. La tranquilidad con la que hablaba me pegó más fuerte que la luz del sol cuando despierto. Se rió. Me reí. No sé por qué le tenía miedo. No sé si en realidad le tenía miedo. No sé a qué le tenía miedo, en realidad. Entonces habló de nuevo, y recordé. No era siempre ella, pero casi siempre eran las mismas palabras. Coño. Yo quería seguir viviendo en el limbo de mi realidad, en donde he estado viviendo últimamente. Hubiera seguido corriendo, hubiera seguido espiándola detrás de las cortinas como siempre. De nuevo olvidé mi lugar y salí a buscarla, a acusarla, a provocarla. ¿Cómo es que nadie me detuvo? Me puso una mano en el hombro pero en realidad estábamos tan lejos que no sé cómo logró hacerlo. Nuestras naturalezas son tan distintas que no estamos hechas para estar juntas. Siempre juntas, pero siempre separadas. Tal vez leyó todo lo que pensaba en mis ojos, porque me volvió a sonreír y se alejó de nuevo. Mi otra parte, el otro lado esporádico de mi moneda.
"Yo no le tengo miedo a mi naturaleza", escupió por fin, "y tú tampoco deberías", agregó. ¿Cómo que no debería? Está loca, ella se va, pero yo me quedo aquí siempre. Yo tengo que ver todo lo que ella hace, pero ella no repara en lo mío. Pinche ser inferior, pinche esporádica. Cuando ella se va, llega otra que no conozco a continuar lo de la otra. Y así sucesivamente. Y yo veo cómo guardan en cajas lo que les doy, las cosas importantes, veo cómo las archivan y de vez en cuando las consultan pero eventualmente las vuelven a archivar. O peor aún, las dejan tiradas por ahí y las pierden, y entonces yo tengo que regresar a dárselas de nuevo. "Pendejas impulsivas", pienso. Y las envidio.
Y ella se sirve otro café como si le diera lo mismo desperdiciar su último día llenándose de cafeína, como si le sirviera de algo tomar café, como si no se fuera a morir mañana. Cierra las ventanas de la casa y prende una vela, se sienta conmigo. A metros de mí, a kilómetros de mí. Siempre juntas, pero siempre separadas. Me cuenta todo lo que hizo mientras estuvo aquí, como si no lo supiera, como si no supiera que perdió tres cajas de cosas que le di. Como si no supiera que hizo un desmadre y luego lo arregló pero nunca quedó igual. Como si no supiera que me hizo parecer loca con sus acciones. Como si no supiera que siempre estuve aquí. Como si no supiera que la envidio.
Como si no supiera que no me importan sus asuntos, porque la razón nunca va a entender al corazón.

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