martes, 30 de diciembre de 2014
Humo
Llevo ya tres días masticando este chicle. Al principio pensé que me gustaba el sabor, pero ése ya se fue hace unos días, no sé por qué no lo he tirado. No sé por qué no he dormido, tampoco. La intranquilidad de no saber por qué no he tirado el chicle me lo impide. Porque, para empezar, ¿de dónde saqué este chicle? Quizás me lo encontré tirado en la calle y se me hizo buena idea metérmelo a la boca, o quizás se lo compré a algún vendedor ambulante, de esos que venden rosas en los bares a los que voy. Sí, creo que eso fue. Hace tres días estuve en el bar con la mejor vista de la ciudad. En el patio de atrás, donde tienen el asador. Fui parte de pláticas triviales y sin sentido como siempre. Estuve ahí, pero como en todos los demás lugares a los que voy, realmente nunca estuve ahí. Yo escuchaba las palabras que decían y escuchaba que otras salían de mi boca, pero en realidad le estaba prestando atención al humo que de vez en cuando pasaba frente a mí para elevarse y desaparecer. Yo quería ser el humo. Quería flotar como él y llegar hasta mi destino para luego desaparecer. Qué vida tan fácil tiene el humo. Pero este que observaba me jugaba bromas pesadas, subía hasta el punto en donde estaban las montañas que yo quería escalar y luego desaparecía, dejándome con una sensación extraña. Maldita montaña. Ahí donde está tu reino. Y así una y otra vez, palabras entraban, palabras salían y el humo subía y luego desaparecía. Después de acostarme en el piso del cementerio en el que viven todos mis recuerdos, descubrí por qué. Por qué no tiraba el chicle, por qué no he dormido y por qué no he escalado la montaña. Inconscientemente, yo ya sabía que era como el humo, pero a diferencia de él, que acepta su destino sin chistar y se sabe de vida corta, yo aún no quería desaparecer.
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