Valgo verga.
Lo de costumbre, lo de siempre.
En Navidad, para hacerlo simbólico.
De la mano llevaba una caja llena de cositas.
Cositas bonitas, cositas tiernitas, cositas para ti.
Pero es tu gran pasión desmadrarme y echarlo a perder.
Eres la niña traviesa que se mete en el jardín ajeno y pisotea las flores.
Tal vez ese es el problema, que no te gustan las flores.
O eso sabía yo, eso me dijiste, no te gustaban, según.
Ahora quién sabe, cada vez me convenzo más.
Existen situaciones que me hacen dudar.
Ya no sé si alguna vez te conocí.
O si tal vez solo me lo creí.
Es muy fácil odiarte.
No me preguntes por qué.
Por qué lo descubrí hasta ahora.
No me lo preguntes, porque no sé.
Siempre he tenido un montón de razones.
Y siempre han estado en las cajas llenas de cositas.
Tal vez como siempre las tiras y las desmadras, se pierden.
Y yo las olvido, porque de tonta no quiero creer que son reales.
Pero sí que son reales, son muy reales, siempre están aquí.
Son como pequeños fantasmas que me susurran cosas.
Cositas, pero no son bonitas. Estas cositas no.
Y esas cositas me hacen querer odiarte.
Y esas cositas podrían logarlo.
Que te odie, con ganas.
Y con derecho.
Que te odie por despecho.
¿Por qué más te odiaría? Pues sí, es obvio.
Que te odie por haberme deshecho tantas veces.
Fantasmas que me visitan de vez en cuando y se alejan.
De pronto gritan, de pronto susurran, aquí, allá.
Tus fantasmas me visitan cuando valgo verga.
Y me susurran, no necesitan gritarme, ya no.
Me susurran que te odie, que te eche.
Y yo los escucho cada vez mejor.
Y los susurros parecen gritos.
Y me uno a ellos porque sí.
Grito que te odio.
Pero me odio.
Por mentir.
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