Coloqué mis manos frente al fuego para desenredar los pedazos de hielo que las cubrían. Vi desvanecerlos, convertirse en agua, y luego esperé a volverlas cálidas, para poder tocarte de nuevo.
Esa misteriosa ciencia que envuelve los momentos de decadencia y sofocación es tan predecible como cualquier otra. Quizá por eso nunca te advertí que cuanto más te conocía y pronosticaba tus actos y palabras más incoherente te volvías, y menos era mi intención por probar tus mil y un tactos asintomáticos. Dejé de desearte el día en que comprendí que no tenerte era un acto aun más sublime, por las mismas razones por las que Schopenhauer dijo que la felicidad no era más que la ausencia temporal de dolor.
Dejé de desearte por fin. Recolecté las miradas agudas y los cielos finitos que pintaste en la habitación, maldecí las alegrías que causaste y las tristezas que no me lloraste... si yo te hubiera tomado medidas, habría sabido hasta donde llegar.
Sin embargo, se marcaron todas las horas que te compartí en mi espalda, los días se hicieron fragmentos de espejos en los que se reflejaba todo menos la mirada que nunca te devolví porque nunca quise que me pertenecieras, solo quería estallar entre tus brazos, revolverte el corazón.
Te observé muchas veces cuando creíste que dormía, siempre supe que despertabas a media noche y me medías, recorrías con tus dedos la impaciente necesidad de mi piel, lo sabía perfectamente, tenías grabado ya cada espacio de mi cuerpo, fue por eso que solo hacíamos el amor por las mañanas, para evitar que disimularas que no sabias hasta donde podías llegar.
¿Por qué nunca apagaste la luz?
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lunes, 10 de junio de 2013
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