La noche tenía un aroma dulzón.
Era tarde ya para irme a casa. Debía irme a casa en ese instante, pero tu voz, tu tono, esa manera de decirme "ven conmigo" traían consigo algo a lo que no me podía negar.
Y acepté -¿por qué acepté?- irme contigo, a aquel lugar que nos vería amanecer unos cuantos meses después. Acepté seguirte ese día y, sin darme cuenta, firmaba una sentencia de por vida. ¿Cuántas veces recorrí esos pasillos? Puedo nombrar sin problema las veces que me senté en el sofá café. Las sillas del comedor que siempre me recibían al entrar. La campana al llegar. Las veces que nunca toqué el timbre porque tú ya estabas ahí antes de que pudiera hacerlo.
¿Qué había ahí para mí? Además de ti, claro está.
Me parece casi imposible concebir que seas la única razón que me ata a ese lugar. A este lugar. A este empecinamiento de regresar, de encontrar qué es lo que tengo que solventar. A esta incertidumbre de adivinar lo que pasa por tu mente.
Podría soltar una carcajada al analizar todo esto. Una carcajada sincera que, al mismo tiempo, me inunda de ganas de llorar.
¿Qué eres? ¿Qué fuiste? ¿Qué siempre serás?
Era un diecisiete.
Era un diecisiete.
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