Afuera estaba nublado y en el ambiente flotaba ese olor a húmedo que percibimos justo antes de que empiece a llover.
Yo apenas abría los ojos, ya no era de mañana, pero tampoco era muy tarde; a tropezones me paré de la cama y me eché una sábana a los hombros para que no me diera frío.
El cuarto estaba frío.
Caminé hacia el baño para empezar la rutina de despertar. Agua en la cara, agua en la taza, comida al estómago y pasta para los dientes.
Algo que no podía distinguir a simple vista me estaba destrozando la cabeza, los ojos, la espalda.
Por alguna extraña razón, me sentía como si hubiera conectado una borrachera descomunal la noche anterior. Lo curioso es que ni siquiera recordaba haber salido.
Me senté en la orilla de la cama y comencé a preguntarme por qué me sentía de esa manera, haciendo memoria, pero nada regresaba. No sabía nada, no asumía nada.
Empecé la rutina de todos los días y a medio camino recordé.
Recordé que había hablado contigo, recordé que te había saludado en el camino, que no podías quedarte pero me ofreciste tu compañía por un breve instante. Y yo acepté.
No sé por qué acepté.
Tampoco sé por qué no recordaba, pero después de darme cuenta de lo que había pasado, todo tuvo sentido.
Bien sé que un día contigo es una borrachera mental intensa.
Estar contigo es dejarte entrar a mi mente, dejar que abras todas las puertas, y el clóset, y el buró, y el gabinete del baño.
Estar contigo es mirarte de lejos, sonreírte y ver cómo me sonríes mientras haces un desorden en toda mi casa.
Y dejarte.
Dejarte destrozarme, dejarte tirar los cajones al piso, revolver las cosas que estaban ahí adentro; estar contigo es una aventura, un mal necesario, un dolor que mancilla pero no mata.
Estar contigo es mirarte de lejos y sonreír, acercarnos y morir.
Estar contigo es el vicio más dañino que he tenido.
Estar contigo es el cielo.
Estar contigo es...peligro.
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